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REFORMA
El contraste de estilos fue notable, aun para quien no sigue con atención los informes del Vaticano ni entiende la riqueza de sus símbolos. Tras un Papa seductor de los medios, un predicador infatigable empeñado en recorrer todo el planeta, llegó un teólogo a sucederlo. No tiene el encanto ni el vigor de su antecesor. La sonrisa no le brota con naturalidad. Trajo consigo, sin embargo, extraordinarias credenciales intelectuales. Un auténtico filósofo, un teólogo erudito, un pianista notable: un intelectual que no ha rehuido el debate público. Hace unos años el Fondo de Cultura Económica publicó un librito que recoge el diálogo que sostuvo con Jürgen Habermas. El filósofo y el teólogo se reunieron en enero de 2004 en la Academia Católica de Baviera para discutir sobre los cimientos prepolíticos de la sociedad. La ponencia de Ratzinger me parece admirable por su erudición y lucidez. Más áspero fue su intercambio con Paulo Flores D'Arcais sobre la existencia de Dios. No es lugar para pesar sus argumentos. Destaco tan sólo la solvencia intelectual del pontífice.
Las reflexiones del teólogo no son, sin embargo, meros argumentos en el tejido de una conversación. No son opiniones de un religioso, sino actos de poder. Durante casi un cuarto de siglo fue el vigía de la fe y hoy es la cabeza de una institución milenaria. Fue un severísimo cuidador de la ortodoxia, un duro censor de opiniones disidentes, un celosísimo custodio de la tradición. El centinela de la doctrina fue inflexible con quienes se apartaban de su ruta. Su teología instituía una rigidez implacable. Su sapiencia alimentaba una cruzada de intolerancia. Ratzinger fue, sin duda, un extraordinario censor. Ninguna idea le parece inofensiva. Si su encomienda era evitar la ventilación de la organización religiosa más grande y más longeva del mundo, cumplió cabalmente su cometido. Benedicto XVI está convencido de que los males del mundo contemporáneo derivan de la Ilustración y no quiere que esas luces entren en su templo. La guerra de las civilizaciones de la que hablaba Huntington no es para él la batalla entre el islam y el mundo occidental sino el enfrentamiento de la cultura religiosa contra la cultura sin dios. Por ello se ha empeñado en cerrar las puertas de la Iglesia a cualquier perversión moderna. Cuidar que el pensamiento de la Iglesia no se desvíe, vigilar que su enseñanza no se contamine por la moda de estos siglos recientes.
Pero esta obsesión por las ideas, esta manía teológica, contrasta con la permisividad frente a los crímenes cometidos por sacerdotes católicos. Se trata de una tolerancia cómplice, un caso claro de encubrimiento. En su Iglesia no habrá lugar para algún párroco que piense distinto; pero sí para quien ha violado niños. Los crímenes sexuales al interior de la Iglesia son vistos como pecados; no como delitos. Como escándalos que agreden la reputación de la Iglesia, no como crímenes que merecen castigo ejemplar. Para él, el escándalo ha sido el intento de desprestigiar a la Iglesia; no la larga lista de víctimas. Las acusaciones que han llegado hasta la cima de la Iglesia son para el Papa "murmuraciones de la opinión dominante".
La heterodoxia será imperdonable para él; pero la violación de niños debe recibir comprensión, si es que hay arrepentimiento del pecador. Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger tuvo a su cargo investigar numerosas violaciones (no deben llamarse simplemente abusos sexuales) cometidas por sacerdotes católicos. Conoció de numerosos crímenes sexuales en Alemania y en Estados Unidos... y no hizo nada. El New York Times ha publicado trabajos periodísticos notables que detallan la responsabilidad directa del Papa en la inacción y el encubrimiento. Como obispo de Munich, supo del caso del padre Hullerman quien obligó a un niño de 11 años a practicarle sexo oral. Ratzinger no dio aviso a la policía y estuvo de acuerdo con el traslado del sacerdote para recibir ayuda psicológica, manteniendo su trabajo eclesiástico y su contacto con niños -a los que, en poco tiempo, volvió a agredir sexualmente. También supo del caso del cura Murphy de Wisconsin, acusado de violar cerca de 200 niños sordos. No hizo nada. Le preocupaba, ante todo mantener el secreto. Más que la suerte de las víctimas, le ha importado proteger la reputación de la Iglesia. De su pluma salió, sí una amenaza: excomulgados quedarán quienes divulguen los hechos; no quienes hayan cometido los crímenes. No sé, preguntaba Andrew Sullivan hace unos días, si haya algo más repugnante moralmente que colocar la imagen de una institución por encima de la protección de niños que han sido sexualmente atacados. Pero ésa ha sido la decisión del Papa.
Ahí está la verdadera dictadura del relativismo: castigo implacable a quien se aparta de la doctrina; perdón y terapia a los curas que, por comprensible debilidad carnal, se meten en los pantalones de los niños.
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