miércoles, 8 de abril de 2009
Fe y Saber
He publicado entradas controvertidas respecto del aborto, matrimonio homosexual, destrucción de altares, etc... Pensé que pegar el discurso de Habermas sería interesante para fundamentar la idea del debate en una democracia constitucional: El lenguaje religioso es una voz más que debe ser tomada en cuenta en el diálogo del Estado.
JÜRGEN HABERMAS: FE Y SABER (2001) -
Discurso de agradecimiento pronunciado por Jürgen Habermas en la Pauslkirche de Frankfurt el día 14 de Octubre de 2001, con motivo de la concesión del “premio de la paz” de los libreros alemanes.
FE Y SABER
Cuando la opresiva actualidad del día nos quita incluso de las manos el poder elegir tema, es grande la tentación de ponernos a competir con John Wayne entre “nosotros los intelectuales” para ver quién es capaz de desenfundar el primero y dar el primer tiro. Hace poco tiempo se dividían los espíritus a propósito de otro tema, a propósito de la cuestión de si, y en qué medida, debemos someternos a una autoinstrumentalización científicamente servida por la tecnología genética, o incluso si debemos perseguir el fin de una autooptimización de la especie. Pues acerca de los primeros pasos que empiezan a darse por esta vía se había desatado entre los portavoces de la ciencia organizada y los portavoces de las iglesias una verdadera lucha entre potencias intelectuales. Por parte de la ciencia se expresaba el miedo a un renacer del oscurantismo y a que se siguiesen cultivando sentimientos residuales de tipo arcaico sobre la base de dar pábulo a un escepticismo contra la ciencia, y la otra parte se revolvía contra la fe cientificista en el progreso, contra ese crudo naturalismo que es capaz de enterrar a toda moral. Pero el 11 de Septiembre la tensión entre sociedad secular y religión ha vuelto a estallar de una forma muy distinta.
Los asesinos decididos al suicidio, que transformaron los aviones civiles en armas vivientes y las volvieron contra las ciudadelas capitalistas de la civilización occidental, estaban motivados por convicciones religiosas, como hoy sabemos por el testamento de Mohamed Atta. Para ellos los signos más representativos de la modernidad globalizada eran una encarnación del gran Satán. Pero también a nosotros, a los testigos universales, a los que nos fue dado seguir por televisión ese acontecimiento “apocalíptico”, parecían imponérsenos imágenes bíblicas. Y el lenguaje de la venganza, con el que no sólo el Presidente americano empezó reaccionando a lo incomprensible, cobraba tonos viejotestamentarios. Como si el fanático atentado hubiese hecho vibrar en lo más íntimo de la sociedad secular una cuerda religiosa, se llenaron en todas partes las sinagogas, las iglesias y las mezquitas. Si bien la ceremonia de tipo religioso y civil celebrada hace tres semanas en Nueva York, pese a todas las correspondencias de fondo, no ha conducido a ninguna actitud simétrica de odio.
Pese a su lenguaje religioso, el fundamentalismo es un fenómeno exclusivamente moderno. En los terroristas islámicos llamaba enseguida la atención la asimultaneidad entre motivos y medios. En tal asimultaneidad entre motivos y medios se refleja la asimultaneidad entre cultura y sociedad en los países de origen de los autores, la cual asimultaneidad entre cultura y sociedad se ha producido a consecuencia de una modernización acelerada y radicalmente desenraizadora. Lo que bajo circunstancias más favorables ha podido ser percibido en definitiva entre nosotros [en el curso de la civilización occidental] como un proceso de destrucción creadora, no pone en perspectiva en estos países compensación alguna por el dolor que la destrucción de formas tradicionales de vida conlleva. Y ello no sólo se refiere a la falta de perspectiva de mejora de las condiciones materiales de vida, pues eso es sólo un punto. Sino que lo decisivo es que a causa de sentimientos de humillación queda manifiestamente bloqueado el cambio espiritual que había de expresarse en la separación entre religión y Estado. También en Europa, a la que la historia le ha concedido siglos para alcanzar una actitud suficientemente sensible a ese “rostro de Jano” que la modernidad ofrece [es decir, a las ambigüedades de la modernidad], la “secularización” sigue estando cargada todavía de sentimientos ambivalentes (como quedó claro en la disputa en torno a la tecnología genética).
Ortodoxias endurecidas las hay tanto en Occidente como en el Oriente próximo y en el lejano Oriente, entre cristianos y judíos lo mismo que entre musulmanes. Quien quiera evitar una guerra entre culturas habrá de hacer memoria de la dialéctica del propio proceso de secularización, es decir, del proceso occidental de secularización, una dialéctica que está todavía lejos de concluirse. La “guerra contra el terrorismo” no es guerra alguna, y en el terrorismo se manifiesta también el choque fatal y mudo de mundos que han de poder desarrollar un lenguaje común allende el mudo poder de los terroristas y los misiles. En vistas de una globalización que se imponía a través de mercados deslimitados, muchos de nosotros esperábamos un retorno de lo político en una forma distinta (no en la forma hobbesiana original de un globalizado Estado de la seguridad, es decir, en las dimensiones de la policía, del servicio secreto, y ahora también de lo militar, sino en forma de un poder configurador y civilizatorio a nivel mundial). Por el momento parece que a los que esperábamos eso, no nos queda más que la desvaída esperanza de una “astucia de la razón” [de que sea la propia “astucia de la razón” lo que lleve a la razón a imponerse], y también [nos queda] la oportunidad de reconsiderar un poco las cosas. Pues esa desgarradura de la falta de lenguaje se extiende también a nuestra propia casa. A los riesgos de una secularización que en la otra parte corre descarrilada, sólo les haremos frente con cordura si cobramos claridad acerca de qué significa secularización en nuestras sociedades postseculares. Es con esta intención con la que retomo hoy el viejo tema de “fe y saber”. No deben ustedes, por tanto, esperar de mí “una charla de domingo” que polarice, es decir, que haga saltar a algunos de sus asientos y a otros los deje satisfechamente sentados.
El término “secularización” tuvo originalmente el significado jurídico de una transferencia coercitiva de los bienes de la Iglesia al poder secular del Estado. Y por eso, ese significado ha podido entonces transferirse al surgimiento de la modernidad cultural y social en conjunto. Pues desde entonces se asocian con el término “secularización” valoraciones contrapuestas según que en primer plano queden o bien la domesticación exitosa de la autoridad eclesiástica por parte de los poderes mundanos, o bien el acto de apropiación antijurídica de los bienes de la Iglesia. Conforme a la primera lectura, las formas religiosas de pensamiento y las formas religiosas de vida quedan sustituidas por equivalentes racionales, y en todo caso por equivalentes que resultan superiores; conforme a la otra lectura las formas modernas de pensamiento y las formas modernas de vida quedan desacreditadas como bienes ilegítimamente sustraídos. El modelo de la sustitución sugiere una interpretación de la modernidad “desencantada”, que se deja guiar por el optimismo del progreso, mientras que el modelo de la expropiación sugiere una interpretación de una modernidad que se queda sin techo, una interpretación, por tanto, que se deja atraer por una teoría de la “caída”. Ambas lecturas cometen el mismo error. Consideran la secularización como una especie de “juego de suma cero” entre las fuerzas productivas de la ciencia y la técnica, desencadenadas en términos capitalistas, por un lado, y los poderes retardadores que representan la religión y la Iglesia, por otro. Pero esta imagen no se acomoda ya a una sociedad “postsecular” que no tiene más remedio que hacerse a la idea de una persistencia indefinida de las comunidades religiosas en un entorno persistentemente secularizador. Lo que parece quedar en segundo plano en una imagen tan estrecha y polarizada de las cosas, es el papel civilizador que ha venido desempeñando un commonsense democráticamente ilustrado que en esta algarabía de voces que rememoran el Kulturkämpf semeja un tercer partido que se abre su propio camino entre los contendientes que serían la ciencia y la religión.
Desde el punto de vista del Estado liberal sólo merecen el calificativo de “racionales” aquellas comunidades religiosas que por propia convicción hacen renuncia a la exposición violenta de sus propias verdades de fe. Y esa convicción se debe a una triple reflexión de los creyentes acerca de su posición en una sociedad pluralista. La conciencia religiosa en primer lugar tiene que elaborar cognitivamente su encuentro con otras confesiones y con otras religiones. En segundo lugar, tiene que acomodarse a la autoridad de las ciencias que son las que tienen el monopolio social del saber mundano. Y finalmente, tiene que ajustarse a las premisas de un Estado constitucional, el cual se funda en una moral profana. Sin este empujón en lo tocante a reflexión, los monoteísmos no tienen más remedio que desarrollar un potencial destructivo en sociedades modernizadas sin miramientos. La palabra “empujón reflexivo” sugiere, sin embargo, la falsa representación de un proceso efectuado unilateralmente y de un proceso concluso. Pero en realidad este trabajo reflexivo encuentra una prosecución en todo nuevo conflicto que irrumpe en todos los lugares de tránsito de los espacios públicos democráticos.
Tan pronto como una cuestión existencialmente relevante – piensen ustedes en la de la tecnología genética – llega a la agenda pública, los ciudadanos, creyentes y no creyentes, chocan entre sí con sus convicciones impregnadas de cosmovisión, haciendo una vez más experiencia del escandalizador hecho del pluralismo confesional y cosmovisional. Y cuando aprenden a arreglárselas sin violencia con este hecho, cobrando conciencia de la propia falibilidad, se dan cuenta de qué es lo que significan en una sociedad postsecular los principios seculares de decisión establecidos en la constitución política. Pues en la disputa entre las pretensiones del saber y las pretensiones de la fe, el Estado, que permanece neutral en lo que se refiere a cosmovisión, no prejuzga en modo alguno las decisiones políticas en favor de una de las partes. La razón pluralizada del público de ciudadanos sólo se atiene a una dinámica de secularización en la medida en que obliga a que el resultado se mantenga a una igual distancia de las distintas tradiciones y contenidos cosmovisionales. Pero dispuesta a aprender, y sin abandonar su propia autonomía, esa razón permanece, por así decir, osmóticamente abierta hacia ambos lados, hacia la ciencia y hacia la religión.
Naturalmente, el sentido común, el commonsense, que se hace demasiadas ilusiones sobre el mundo, tiene que dejarse ilustrar sin reservas por la ciencia. Pero las teorías científicas que penetran en nuestro mundo de la vida, dejan en el fondo sin tocar el marco de lo que es nuestro saber cotidiano. Cuando aprendemos algo nuevo sobre el mundo, y sobre nosotros como seres en el mundo, cambia el contenido de nuestra propia autocomprensión. Copérnico y Darwin revolucionaron la imagen geocéntrica y antropocéntrica del mundo. Pero la destrucción de la ilusión astronómica acerca del curso de los astros dejó menos huellas en el mundo de la vida que la desilusión biológica producida por Darwin acerca del puesto del hombre en la historia de la naturaleza. Los conocimientos científicos parecen perturbar e inquietar tanto más nuestra propia autocomprensión cuanto más se nos acercan al cuerpo. La investigación sobre el cerebro nos enseña acerca de la fisiología de nuestra conciencia, pero ¿cambia acaso con ello esa conciencia intuitiva de autoría y responsabilidad que acompaña a todas nuestras acciones?
Si con Max Weber dirigimos la mirada a los inicios del “desencantamiento del mundo” nos damos cuenta de qué es lo que está en juego. La naturaleza queda despersonalizada en la medida en que se hace accesible a la observación objetivante y a la explicación causal. La naturaleza científicamente investigada cae fuera del sistema de referencia social que forman las personas que mutuamente se atribuyen intenciones y motivos. Pero, ¿qué se hace de tales personas cuando poco a poco van quedando subsumidas bajo descripciones suministradas por las ciencias naturales? ¿Resultará que finalmente el commonsense no sólo se dejará instruir por el saber contraintuitivo de las ciencias, sino que se verá consumido con piel y cabellos por ese saber? El filósofo Winfrid Sellars respondió ya a esta cuestión en 1960 describiéndonos el escenario imaginario de una sociedad en la que los juegos de lenguaje pasados de moda de nuestra existencia cotidiana quedan fuera de juego en favor de la descripción objetivante de procesos fisiológicos de conciencia. Sellars no hizo más que proyectar ese escenario imaginario. El punto de fuga de tal naturalización del espíritu era una imagen científica del hombre construida con los conceptos extensionales de la física, de la neurofisiología o de la teoría de la evolución, que desocializa también nuestra propia autocomprensión. Tal cosa sólo podría lograrse si la intencionalidad de la conciencia humana y la normatividad de nuestra acción pudieran agotarse sin residuo alguno en esta clase de descripciones. Las teorías que serían menester para ello tendrían que explicar, por ejemplo, cómo las personas pueden seguir o vulnerar reglas, ya sean reglas gramaticales, conceptuales o morales. Pero lo que en Sellars era solamente un experimento mental con clara intención aporética [es decir, lo que en Sellars era sólo la proyección de algo que evidentemente no podía ser, y que Sellars trataba de mostrar que no podía ser]] ha sido malinterpretado por los discípulos de Sellars como un programa de investigación, al que ellos siguen ateniéndose hasta hoy. Los propósitos de una modernización de nuestra psicología cotidiana en términos de ciencia natural han conducido incluso a tentativas de una semántica que trata de explicar biológicamente los contenidos del pensamiento. Pero incluso estos planteamientos científicamente más avanzados fracasan en que el concepto de finalidad que no tenemos más remedio que introducir de contrabando en el juego de lenguaje darwinista de “mutación y adaptación”, es demasiado pobre para dar abasto a esa diferencia entre ser y deber que estamos implícitamente suponiendo cuando vulneramos reglas.
Cuando se describe lo que una persona ha hecho, lo que ha querido hacer y lo que no hubiera debido hacer, estamos describiendo a esa persona, pero, ciertamente, no como un objeto de la ciencia natural. Pues en ese tipo de descripción de las personas penetran tácitamente momentos de una autocomprensión precientífica de los sujetos capaces de lenguaje y de acción, que somos nosotros. Cuando describimos un determinado proceso como acción de una persona, sabemos, por ejemplo, que estamos describiendo algo que no se explica como un proceso natural, sino que, si es menester, precisa incluso de justificación o de que la persona se explique. Y lo que está en el trasfondo de ello es la imagen de las personas como seres que pueden pedirse cuentas los unos a los otros, que se ven desde el principio inmersos en interacciones reguladas por normas y que se topan unos con otros en un universo de razones y argumentos que han de poder defenderse públicamente.
Y esta perspectiva que es la que siempre estamos suponiendo en nuestra existencia cotidiana, explica la diferencia entre el juego de lenguaje de la justificación y el juego de lenguaje que representa la pura descripción científica. Y en este dualismo encuentran su límite incluso las estrategias no reduccionistas de explicación, pues esas estrategias, pese a no ser reduccionistas, emprenden descripciones desde la perspectiva del observador, a la que no se ajusta sin coerciones y no se somete sin coerciones la perspectiva de participante de nuestra propia conciencia cotidiana (perspectiva de la que también se alimenta la propia práctica argumentativa en el terreno de la investigación). En el trato cotidiano dirigimos la mirada a destinatarios a los que interpelamos con un “tu”. Y sólo en esta actitud frente a segundas personas entendemos el “sí” o el “no” de los otros, las tomas de postura susceptibles de críticas, que nos debemos unos a otros y que esperamos unos de otros.
La conciencia que tenemos de ser autores, es decir, la conciencia de una autoría que, llegado el caso, está obligada a dar explicaciones, es el núcleo de una autocomprensión que sólo se abre a la perspectiva del participante y no a la perspectiva del observador, pero que escapa a toda observación científica que quiera revisar esta visión de las cosas. La fe cientificista en una ciencia que algún día no solamente complemente la autocomprensión personal mediante una autodescripción objetivante, sino que la disuelva, no es ciencia sino mala filosofía. Incluso cuando estamos manejando descripciones pertenecientes a la biología molecular que nos permiten intervenir en términos de tecnología genética, incluso en ese caso, ninguna ciencia podrá sustraer al commonsense, tampoco al commonsense ilustrado, el tener que juzgar por ejemplo acerca de cómo hemos de habérnoslas en estas condiciones con la vida humana pre-personal.
El commonsense está, pues, entrelazado con la conciencia de personas que pueden tomar iniciativas, cometer errores, corregir errores, etc. Y ese commonsense afirma frente a las ciencias una estructura de perspectivas que tiene una lógica propia y que tiene un sentido propio. Y esta misma conciencia de autonomía, a la que no es posible dar alcance en términos naturalistas, funda también, por otro lado, la distancia respecto de una tradición religiosa de cuyos contenidos normativos nos seguimos, sin embargo, nutriendo. Con la exigencia de fundamentación racional, la Ilustración científica parece, ciertamente, poner todavía de su lado a un commonsense que ha tomado asiento en el Estado constitucional democrático, construido en términos de derecho racional. Y aunque no cabe duda de que también ese derecho racional igualitario tiene raíces religiosas, la legitimación del derecho y la política en términos de derecho natural racional moderno se alimenta desde hace mucho tiempo de fuentes profanas. Frente a la religión, el commonsense ilustrado democráticamente, se atiene a razones que no solamente son aceptables para los miembros de una comunidad de fe. Por eso el Estado liberal democrático también despierta a su vez por el lado de los creyentes la sospecha o suspicacia de si la secularización occidental no será una vía de una sola dirección que acaba dejando de lado a la religión.
Y de hecho, el reverso de la libertad religiosa fue una pacificación del pluralismo cosmovisional que supuso una diferencia en las cargas de la prueba. Pues la verdad es que hasta ahora el Estado liberal sólo a los creyentes entre sus ciudadanos les exige que, por así decir, escindan su identidad en una parte privada y en una parte pública. Son ellos los que tienen que traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular antes de que sus argumentos tengan la perspectiva de encontrar el asentimiento de mayorías. Y así hoy, católicos y protestantes, cuando reclaman para el óvulo fecundado fuera del seno materno el estatus de un portador de derechos fundamentales, hacen la tentativa (quizá algo apresurada) de traducir el carácter de imagen de Dios que tiene la creatura humana al lenguaje secular de la constitución política. La búsqueda de razones que tienen por meta conseguir la aceptabilidad general, sólo dejaría de implicar que la religión queda excluida inequitativamente de la esfera pública, y la sociedad secular sólo dejaría de cortar su contacto con importantes recursos en lo tocante a creación y obtención de sentido de la existencia, si también la parte secular conservase y mantuviese vivo un sentimiento para la fuerza de articulación que tienen los lenguajes religiosos. Los límites entre los argumentos seculares y los argumentos religiosos son límites difusos. Por eso la fijación de esos controvertidos límites debe entenderse como una tarea cooperativa que exige de cada una de las partes ponerse también cada una en la perspectiva de la otra.
El commonsense democráticamente ilustrado no es ninguna entidad singular, sino que se refiere a la articulación mental (a la articulación espiritual) de un espacio público de múltiples voces. Las mayorías secularizadas no deben tratar de imponer soluciones en tales asuntos antes de haber prestado oídos a la protesta de oponentes que en sus convicciones religiosas se sienten vulnerados por tales resoluciones; y debe tomarse esa objeción o protesta como una especie de veto retardatorio o suspensivo que da a esas mayorías ocasión de examinar si pueden aprender algo de él. Y en lo que se refiere a la procedencia religiosa de sus fundamentos morales, el Estado liberal tiene que contar con la posibilidad de que la “cultura del sentido común humano” (Hegel), a la vista de desafíos totalmente nuevos, no llegue a alcanzar el nivel de articulación que tuvo la propia historia de su nacimiento. El lenguaje del mercado se introduce hoy en todos los poros, y embute a todas las relaciones interhumanas en el esquema de la orientación de cada cual por sus propias preferencias individuales. Pero el vínculo social, que viene trabado por las relaciones de mutuo reconocimiento, no se agota en conceptos tales como el de contrato, el de elección racional y el de maximización de la utilidad.
Ésta fue la razón por la que Kant se negó a dejar disolverse el “imperativo categórico” en el remolino de un autointerés ilustrado. Kant estiró la libertad de arbitrio para complementarla con el concepto de autonomía, dando con ello el primer gran ejemplo de una deconstrucción ciertamente secularizadora de verdades de la fe, pero a la vez salvadora de verdades de la fe. En Kant la autoridad de los mandamientos divinos encuentra en la incondicional validez de los deberes morales racionales un eco que es difícil dejar de oír. Con su concepto de autonomía Kant destruyó, ciertamente, la representación tradicional de lo que era ser hijo de Dios. Pero Kant sale al paso de cualquier deflacción vaciadora, efectuando una transformación y apropiación crítica del contenido religioso.
Los lenguajes seculares cuando se limitan a eliminar y tirar por la borda lo que se quiso decir en los lenguajes religiosos, no hacen sino dejar tras de sí irritaciones. Cuando el pecado se convirtió en no más que culpa, se perdió algo. Pues la búsqueda del perdón de los pecados lleva asociado el deseo, bien lejos de todo sentimentalismo, de que pudiera darse por no hecho, de que fuese reversible, el dolor que se ha infligido al prójimo. Pues si hay algo que no nos deja en paz es la irreversibilidad del dolor pasado, la irreversibilidad de la injusticia sufrida por los inocentes maltratados, humillados y asesinados, una injusticia que, por pasada, queda más allá de las medidas de toda posible reparación que pudiera estar en manos del hombre. La pérdida de la esperanza en la resurrección no hace sino dejar tras de sí un vacío bien tangible. El justificado escepticismo de Horkheimer contra la delirante esperanza que Benjamin ponía en la fuerza de la restitución de la memoria humana (“aquellos a quienes se aplastó, siguen realmente aplastados”, replicaba Horkheimer) no desmiente en modo alguno ese impotente impulso que nos lleva, pese a todo, a intentar cambiar algo en una injusticia que ciertamente resulta inamovible. La correspondencia entre Benjamin y Adorno procede de principios de 1937. Ambas cosas, la verdad de ese impulso y también su impotencia, tuvieron su continuación después del holocausto en el ejercicio tan necesario como desesperado de un “enfrentamiento con el pasado y elaboración del pasado” (Adorno). Y en el creciente lamento acerca de lo inadecuado de ese ejercicio, ese mismo impulso no hace sino manifestarse en forma ya distorsionada. Los hijos e hijas no creyentes de la modernidad parecen creer en tales instantes deberse más cosas y tener necesidad de más cosas que aquéllas que ellos llegan a traducir de las tradiciones religiosas, comportándose en todo caso como si los potenciales semánticos de éstas no estuviesen agotados.
Pero precisamente esta ambivalencia en el comportamiento respecto a esos potenciales semánticos de las tradiciones religiosas, puede conducir a la actitud racional de mantener distancia frente a la religión, pero sin cerrarse del todo a su perspectiva. Y esta actitud podría reconducir al camino correcto a esa autoilustración de una sociedad civil que en estos asuntos pudiera verse desgarrada por peleas ideológicas. Las sensaciones morales que hasta ahora sólo en el lenguaje religioso han encontrado una expresión suficientemente diferenciada, pueden encontrar resonancia general tan pronto como se encuentra una formulación salvadora para aquello que ya casi se había olvidado, pero que implícitamente se estaba echando en falta. El encontrar tal formulación sucede raras veces, pero sucede a veces. Una secularización que no destruya, que no sea destructiva, habrá de efectuarse en el modo de la traducción. Y esto es lo que Occidente, es decir, ese Occidente que es hoy un poder secularizador de alcance mundial, puede aprender de su propia historia.
En la controversia acerca de cómo habérselas con los embriones humanos, hay muchas voces que siguen apelando al libro de Moisés 1,27: Dios hizo al hombre a su imagen, lo hizo a imagen de Dios. Que el Dios que es amor, hizo a Adán y a Eva seres libres que se le parecen, esto no es algo que haya que creerlo para entender qué es lo que se quiere decir con eso de que el hombre está hecho a imagen de Dios. Amor no puede haberlo sin reconocerse en el otro, y libertad no puede haberla sin reconocimiento recíproco. Por eso aquello que se me presenta como teniendo forma humana ha de ser a su vez libre, si es que ha de estar siendo una respuesta a esa donación de Dios en la que consiste. Pero pese a ser una imagen de Dios, a ese otro nos lo representamos, sin embargo, a la vez, como siendo también creatura de Dios. Y este carácter de creatura de lo que por otra parte es imagen de Dios, expresa una intuición que en nuestro contexto puede decir todavía algo, incluso a aquéllos que son amusicales para la religión. Dios sólo puede ser un “Dios de hombres libres” mientras no eliminemos la absoluta diferencia entre creador y creatura. Pues sólo entonces, el que Dios dé forma al hombre deja de significar una determinación que ataje la autodeterminación del hombre y acabe con ella.
Este creador, por ser a la vez un Dios creador y redentor, no necesita operar como un técnico que se atiene a leyes de la naturaleza o como un informático que actúa conforme a las reglas de un código o de un programa. La voz de Dios que llama al hombre a la vida, pone de antemano al hombre en un universo de comunicación transido de resonancias morales. Por eso Dios puede “determinar” al hombre en términos tales que simultáneamente lo capacita y lo obliga a la libertad. Pues bien, no hace falta creer en premisas teológicas para entender la consecuencia de que sería una dependencia muy distinta, una dependencia que habría que entender en términos causales, la que entrase en juego si desapareciese esa idea de diferencia infinita implicada por el concepto de creación divina, y el lugar de Dios (en lo que se refiere a creación del hombre) pasara a ocuparlo un hombre, es decir, si un hombre pudiese intervenir conforme a sus propias preferencias en la combinación azarosa de las dotaciones cromosómicas materna y paterna, sin tener que suponer para ello, por lo menos contrafácticamente, el consentimiento de ese otro al que esa intervención afecta. Esta lectura suscita la pregunta que me ha ocupado en otro lugar. El primer hombre que lograse fijar conforme a sus propios gustos las características que va a tener otro hombre, ¿no estaría destruyendo también aquellas iguales libertades que han de regir entre iguales para que esos iguales puedan mantener su diferencia?
(Traducción de Manuel Jiménez Redondo)
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