Parte 1/6
Por: Geraldina González de la Vega
„Parecemos húngaros“ dijo una, a lo que la otra contestó “¿Conoces a algún húngaro?”
Las leyendas, mitos y prejuicios están en todos lados, los repetimos sin pensarlos dos veces, por eso no me sorprendió escuchar “¿a Bulgaria?” “¿Quién quiere ir a Bulgaria?” “¿Qué hay en Bulgaria?” “Nadie va a Bulgaria.” Pues no, desafortunadamente mucha gente no va a Bulgaria porque piensa que no hay nada, quizá algunos piensan que hay yogurt en grandes cantidades, pero nada más. Y para su sorpresa, Bulgaria es más que yogurt.
El piloto anunciaba que en unos minutos aterrizaríamos en el aeropuerto internacional de Sofia (sin acento), me asomé por la ventana y ví cómo la cordillera de los Balcanes rodeaba la capital búlgara, colocada en un valle. Desde el aire la ciudad se veía pequeña y no se alcanzaba a apreciar mucho de ella. Ya en el taxi por un momento me sentí en Río La Piedad saliendo del AICM, el taxi, la manera de manejar del taxista, el aire, los edificios, las calles, todo era muy similar a la Ciudad de México, Thomas y yo coincidimos, si no fuera porque no podemos leer ningún letrero, podrían engañarnos y decirnos que hemos llegado a alguna ciudad mexicana.
Entramos a una avenida que en vez de pavimento, tenía piedras muy suaves, se sentía y se escuchaba en las llantas, era el Bulevar Car Osvoboditel, avenida principal de Sofia, por donde corren paralelos los edificios más importantes de la ciudad. De pronto, apareció frente a nosotros a la derecha, imponente, el edificio de la Universidad de Sofia, San Clemente de Ohrid, con las esculturas de los hermanos Evlogi Georgiev y Hristo Georgiev, y en el centro de una plaza, la ecuestre del zar Alejandro II, que como en Helsinki, es recordado por su apoyo para la independencia nacional búlgara. Enfrente, la Asamblea Nacional que revela en su pórtico el lema nacional “la unión hace la fuerza”, claro escrito en cirílico. La tricolor búlgara ondea junto con la bandera de la Unión Europea. En la esquina, un edificio de color amarillo, que lleva orgulloso el letrero “Academia Búlgara de las Ciencias”. Bajamos del taxi, al descender miré hacia atrás: se asomaba entre el edificio de la Academia y el de la Asamblea, orgullosa, la imponente catedral Aleksandr Nevski, con sus cúpulas doradas destellando reflejos de ese abrasador sol veraniego. Llegamos a Sofia.
El calor era terríble, nos acomodamos en el cuarto y decidimos salir en búsqueda de un restorán. En el hotel nos recomendaron uno que quedaba “cerca”, primero había que cambiar los euros por leva, la moneda búlgara que equivale a 2 por un euro. Seguimos caminando por las calles del centro, que de nuevo, de no ser por los letreros en cirílico, podrían ser Madero o Donceles. Llegamos hasta un parque, y luego hasta una avenida pequeña por donde corrían los tranvías.
A lo largo puestos de frutas y verduras y de elotes calientes. Seguimos caminando y llegamos por fin al restorán, el Manastirska Magernitsa, en donde fuimos recibidos con una gran amabilidad. Tanta, que volvimos otro día a cenar. La carta -en inglés- merecía una lectura cuidadosa, pues los platos eran descritos a detalle “primero distribuyo las manzanas rostizadas junto con las zetas sobre un molde. Después, coloco los lomos de venado. Les rocío un poco de cognac y salsa de blueberry y los dejo reposar toda la noche...” Así sabían, de película. Durante la comida bebimos una cerveza del local, muy parecida a la Weißen alemana, bastante buena. Al final pedimos una rakia, aguardiente tradicional búlgaro, muy parecido a la grappa italiana. Más tarde nos enteramos que la rakia no se toma como digestivo, sino que se pide antes de la comida, acompañada de una ensalada o de pepinos agrios, o en todo caso, durante la comida. Bueno, son las ventajas del turista, nos está permitido romper algunas reglas. En la guía del hotel se advierte que nunca debe tomarse la rakia como el tequila, sino que debe beberse despacio y saborearse (¡!) “No Muppets with Rakia”.
La mañana siguiente comenzó con un desayuno tradicional en una Banicharnitza, o lo que yo traduje como banitzería, es decir, un local donde venden banitzas. Las banitzas son hojaldras rellenas de huevo y queso búlgaro: el sirene, que es muy parecido al feta, pero que nunca -pero nunca-, debe ser comparado frente a un búlgaro. Y es que en realidad no saben igual. En la “banitzería” tomamos, para acompañar a las banitzas, la bebida de yogurt llamada airán, que venden en envases tipo yogurt familiar, a los que se les clava un popote y listo, tienes una bebida muy fresca. El airán es más líquido que un yogurt, casi como leche, pero tiene un sabor más ácido que ésta. La gente la toma como agua. Existe otra bebida que me negué a probar por descripciones anteriores, el boza, que parece un Gerber de carne en botella, no sólo por su color, sino por su consistencia.
Después de cargar pilas con ese buen desayuno caminamos a lo largo de la calle 6 de septiembre, hasta la Plaza de la Asamblea Nacional, y luego por la 15 de noviembre hasta llegar a la catedral Aleksandr Nevski, la más grande catedral ortodoxa del mundo. El imponente edificio fué construído entre 1882 y 1924 en memoria de la participación rusa para la liberación búlgara del Imperio Otomano en 1877/78. Después de visitar su interior, enorme y oscuro, como todas las iglesias ortodoxas, cuyo iconostasio brillaba con la luz que entraba desde las ventanas de las cúpulas, seguimos hacia la iglesia de Sveti Sofia de orígen romano, se trata de la iglesia que dió nombre a la capital búlgara. Durante el segundo imperio búlgaro (1185-1396) ésta iglesia fué el asiento del obispado de la ciudad, que en aquélla época se llamaba Serdica (Sredec). Poco a poco la ciudad fué siendo llamada Sofia, en alusión a su obispado, hasta que oficialmente éste nombre fué reconocido en 1329. A espaldas de ésta iglesia se encuentra la llama al soldado desconocido y un enorme león de bronce. El león es el emblema heráldico de Bulgaria, cuya primera aparición registrada data del siglo XIV.
Cruzamos por la avenida Oborisce hasta una placita en donde se pone a diario un mercadillo de pulgas, allí venden desde souvenirs plasticudos, hasta cucharitas de la abuela y bustos de Adolf Hitler, Stalin y Mao. La cantidad de chucherías que ve uno allí es impresionante, y de vez en cuando puede uno encontrar cosas bastante buenas a muy buen precio, sobre todo la joyería de filigrana, que es un arte tradicional búlgaro y que en otros lugares sale muy cara.
El calor hace que necesites descanso, así que pasamos a unas mesitas atrás de la plaza y pedimos unas cervezas, en ésta ocasión tocó la Zagorka, originaria de la ciudad Stara Zagora, una pils bastante buena. Es tradición búlgara pedir ensaladas al centro para que todos piquen algo fresco, mientras bebes una cerveza o una rakia. Probamos la ensalada típica: Shopska Salat.
En un periodiquito en alemán que regalaban en el hotel pude leer “después del invento de la rueda y el descubrimiento del fuego, la shopska salat es el mejor invento del ser humano.” Están en lo cierto. Nada complicada: pepinos, jitomates, cebollas, sirene, aceite y vinagre, sal y pimienta. A veces la acompañan con pimientos, con chiles (ajá, chiles tipo jalapeño) o aceitunas. El secreto está en un condimento que después conseguí en un mercado, y claro, en el delicioso queso sirene. El resto del viaje, estuve a Shopska diaria. Lo simpático fué que nos venimos a enterar que no es un plato individual el último día, con razón la cara de todos los meseros cuando cada quien pedía la suya, confirmaban ¿Then, you want 3 Shopskas?
1 comentarios:
Qué buenas las crónicas. Aunque me gusta mucho la tradicional labor de antologadora de noticias interesantes que ocupa a Gera´s Place, disfruto mucho cuando puedo "leer tu voz".
Las referencias a la comida ponen de manifiesto tu espíritu sibarita-gourmet.
Abrazos!
A.P.
Publicar un comentario