viernes, 7 de agosto de 2009

Crónicas Búlgaras 4/6

Crónicas Búlgaras
Parte 4/6
Por: Geraldina González de la Vega

A las 10 de la mañana llegó el conductor de la minivan que nos llevaría hasta el Monasterio de Rila, después de un café fuerte, nos acomodamos todos en el auto y dispusimos de nuestro mejor humor para el camino, que nos dijeron sería un poquito cansado. El Monasterio de Rila está a sólo 120 km de Sofia, pero parte del camino es curvoso y con una carretera de dos carriles, uno de ida y uno de vuelta. Banitzas y airan llenaron nuestros espíritus viajeros. Después de una hora y pico de camino llegamos a un pueblito en las faldas de las montañas Rila, allí pudimos estirar las piernas y ver de cerca a las cigüeñas que pasan el verano en los techos de las casas de esa población. Era sorprendente verlas volar, como enormes aviones por encima de nosotros. Estaban, muchas, acomodadas en sus nidos en tercias. Cuestión que me pareció extraña, pero pensándolo bien, los seguidos viajes de las cigüeñas a París seguramente deben de haber influido en su gusto por el ménage à trois.




Seguimos entre las verdes montañas y los manantiales de Rila unos 40 minutos más, hasta llegar al convento. De nuevo las comparaciones, pero sirven para darse una idea, el camino me recordó al del Convento en el Desierto de los Leones. Y seguimos con los leones...Llegamos al Monasterio. La entrada es sobria, aunque los frescos pintados en ella y que reflejan santos con muchos colores dan una "probadita" de lo que adentro te espera. Pasando la puerta occidental (puerta Dupnica) descubres un bellísimo edificio arcado, con balcones de madera. En medio se encuentra la iglesia del nacimiento de Jesús, junto la torre Chreljo, todo esto rodeado por el complejo del monasterio, que fué construído por San Ivan de Rila en el siglo X. San Iván, harto de las desviaciones morales y de la decadencia de la sociedad de su época (vivió entre 880-946) se exilió como ermitaño en las montañas de Rila. Sus pupilos lo empujaron a construir un monasterio en donde se encuentran sus restos y que son hoy, motivo de peregrinaje desde muchas latitudes.




El monasterio está enclavado en las montañas de Rila, parte de la cordillera al sur de los balcanes, que conecta con el Rodópo. El escenario es único, las cupulas y los techos rojos brillan entre lo verde de los árboles de las montañas. Detrás puede verse la pared de roca de una de ellas. Las estrellas colocadas en cada una de las cupulas de la iglesia brillan en el cielo. Las paredes de la iglesia, por dentro y por fuera, están llenas de frescos que representan diversas escenas. Me llamó la atención la constante presencia de lucifer, sobre todo porque estaba acompañado de mujeres desnudas, almas perdidas. Me queda claro, pobres monjes. Por dentro, las tres cupulas se encargan de dirigir la luz del sol hacia la iconostasis que brilla como estrella en el centro. La gente religiosamente compra velitas, largas y delgadas y las coloca en unos candelabros múltiples que ocupan a los presbíteros durante todo el día. A un lado de la iglesia se encuentra la torre de Chrlejo, que es la construcción más antigüa conservada del monasterio, pues en el siglo XV fué destruído por la invasión Otomana.






La entrada a esta torre cuesta 3 leva, pero nos llamó la atención que el letrero en inglés decía, “for no bulgarians, entrance costs 3 leva” y abajo un letrero en cirílico, que nos llevó a pensar que “for bulgarians, entrance is free”. Igual, coopero con gusto para la conservación de estas maravillas. Las escaleras empinadas de la torre te llevan a lo alto desde donde se obtiene una vista maravillosa a través de unas pequeñas ventanas de piedra.



También puedes entrar a la cocina del monasterio, un frío cuarto de piedra con paredes negruzcas del hollín, pude imaginarme esos enormes cazos rellenos de algún potaje de lentejas cocinados por un monje huarachudo. De regreso a la ciudad caímos todos dormidos, nuestro responsable conductor hizo el viaje tan sencillo que ni siquiera nos enteramos de que pasó el tiempo. Llegamos a Sofia con un hambre bárbara.
Hace un par de años habíamos podido provar el Gyuveche, comida que es más típica para el invierno, pero no podíamos quedarnos con las ganas. Así que buscamos un restorán que sirviera el platillo en pleno verano. El Gyuveche es un platillo que se sirve en una cazuela de barro y contiene huevo, queso, salami, cebollas y jitomates y es puesto en el horno, en este caso, de piedra. Riquísimo, pero efectivamente, pesado y demasiado caliente para el verano. Después de una rica sobremesa, quedamos listos para los Oniros.

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