jueves, 10 de junio de 2010

Derechos humanos y la transición mexicana

Derechos humanos y la transición mexicana

Colaborador Invitado
REFORMA
10 Jun. 10

Luis Ortiz Monasterio C.


El pasado 6 de junio se cumplieron 20 años de la creación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, momento de inflexión de la azarosa vida de nuestra democracia, a menudo esquiva, renuente.

En efecto, un año antes, en 1989, el para entonces ya distendido Estado mexicano daba un paso histórico. En la Secretaría de Gobernación se implantaban, en acto fundacional, dos direcciones generales atípicas en el ámbito críptico de tal despacho, la de Desarrollo Político y la de Derechos Humanos.

La primera de ellas desencadenaría mutaciones de gran calado con la transformación de la caduca Comisión Federal Electoral, y la concomitante creación en 1990 del moderno IFE, que trajo consigo la paulatina apertura del sistema al escrutinio internacional y, en 1996, de la ciudadanización plena del proceso comicial.

Paralelamente, se acordaba la creación de la Dirección General de Derechos Humanos, que ocuparía el espacio físico de la antigua área de Investigaciones Políticas y Sociales y, en 1990, se transformaría en la Comisión Nacional de Derechos Humanos, organismo que estaría llamado a modificar para siempre el papel de los derechos fundamentales en el cogollo del debate nacional.

Pero estos cambios copernicanos no se daban en el vacío y correspondieron cabalmente al ascenso de una sociedad civil cada vez más pujante, exigente y propositiva, en la que ONG paradigmáticas se distinguieron por su enjundia y visión. La secuencia: Tlatelolco 68/ el sismo del 85/ el levantamiento zapatista del 94/ fueron perfilando la consolidación de una maciza opinión pública, mientras a nivel planetario los Estados nacionales empezaban a desdibujarse ante el tsunami de las globalizaciones.

El añoso sistema mexicano requería, también en esos momentos de premundialización, de una urgente relegitimación habida cuenta de los daños resentidos en el proceso electoral del 88. Ya desde 1976 se había evidenciado su miniaturización ante la erosión de un proceso electoral presidencial, con un solo candidato.

Mientras tanto, en el contexto planetario, el término de la Guerra Fría anticipaba el correlativo fin de un orden estático y la liberación para las naciones vecinas de las potencias bipolares, de sus onerosos compromisos ideológicos y militares.

No es casual así que las dos direcciones generales ubicadas en Bucareli 90, llamadas a incubar la transición, se implantaran en el mismísimo año de la caída del Muro de Berlín.

En esa atmósfera dinámica nació la CNDH, en su etapa preconstitucional por Decreto Presidencial de 1990, como organismo desconcentrado de la Segob, pero con un consejo ciudadano, una especie de poder legislativo en su interior.

Por primera vez una oficina pública, dependiente del Poder Ejecutivo (del que recibía financiamiento) operaba con un consejo de ciudadanos independiente y... sin la omnipresente foto presidencial de rigor. Se perfilaba así una nueva arquitectura de Estado que nos anunciaba un auténtico cambio de era.

Ya para el 92, la Comisión fue elevada a rango constitucional, como organismo descentralizado, con personalidad jurídica y patrimonio propios, surgiendo así el sistema nacional no jurisdiccional de protección a los derechos humanos. Finalmente en el 99, la CNDH adquiere total autonomía presupuestaria y de gestión. Aparece a plenitud la figura del Ombudsman, regido por los Principios de París.

Coincide este vigésimo aniversario con la consolidación de una nueva generación de mexicanos que, sin los atavismos de un pasado centralizante, pueden percibir con nitidez el futuro: el flamante Ombudsman nacional, electo en noviembre del 2009 por el Senado de la República, de una terna propuesta por la sociedad civil, ha leído con acierto el mensaje desde la sociedad y ha puesto el acento en la defensa de las víctimas de la violencia y los excesos del poder, el balance entre derechos y deberes de los ciudadanos, en suma la promoción de la cultura de la legalidad.

Es en este entramado donde resalta la afortunada iniciativa para reformas constitucionales de tercera generación en materia de valores fundamentales, cuya minuta senatorial se encuentra en proceso de análisis por la Cámara de Diputados.

De aprobarse la propuesta para modificar el Título primero de nuestra Ley Suprema, se reconocería una nueva correlación de fuerzas entre el poder público y la ciudadanía. Habrá que recordar que el texto constitucional vigente otorga al ciudadano las garantías individuales, mientras que en la minuta senatorial la Constitución reconoce los derechos humanos y garantiza su respeto.

En el momento en que, para bien, se integren plenamente a nuestra Constitución las convenciones internacionales sobre derechos humanos de las que somos parte y sean exigibles en las cortes, nos habremos dotado, sin sobresaltos, de nuevas reglas de un renovado contrato social, sí, aquél del que hablaba Rousseau, en el cual los mandatarios se deben a sus mandantes.

La conjunción entre modificaciones en el Pacto Social y la dotación de nueva energía a la CNDH habrán de ser el teatro de operaciones de esta etapa definitoria de nuestra accidentada e imparable transición.

Los derechos humanos dejarán de ser así temas sólo para letrados y activistas sociales y se convertirán en el núcleo de un nuevo trato entre el Poder y la Sociedad y de los ciudadanos, entre nosotros mismos. Ese renovado civismo que reconozca que nuestros derechos terminan cuando empiezan los de los demás.

Sin traumatismos, este nuevo marco de relación será la plataforma magnífica de nuestros próximos y definitivos 200 años.


El autor es secretario ejecutivo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

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