lunes, 5 de julio de 2010

Dos notas para hoy 5 de julio de 2010 #postelectoral

Creo que estas dos notas imprescindibles para la resaca postelectoral representan la actitud que necesita México, por eso las copio íntegras aquí. No tengo nada más que agregar.

Imperativo de Estado
Jesús Silva Herzog Márquez
REFORMA

La gran derrota de México en los 10 años de panismo es haber sido incapaz de conciliar Estado y diversidad. Acción Nacional nació para combatir un régimen que pretendía subordinar todos los órganos de la representación a los dictados de un partido. Nació para afirmar el pluralismo, para impedir la incautación de la diversidad. Se opuso tenazmente a un autoritarismo de vocación incluyente y pericias corruptoras. Desde hace 10 años, ese partido ocupa la Presidencia de México. Impulsó cambios y se benefició de ellos. Hoy, con el recuerdo de la elección del 2000 y la cercanía de las elecciones de ayer podemos decir que no ha sido capaz de conducir el cambio para que las rivalidades del pluripartidismo se acoplen a la serenidad del Estado.
Se trata, por supuesto, de una responsabilidad compartida. Las tres fuerzas políticas han sabido de rivalidad pero no han acertado en la avenencia. Ningún partido ha sabido defender el presupuesto de su parcialidad: la plataforma de reglas e institutos que permite la competencia. Hablo, por supuesto, de un compromiso con el Estado, no con algún paquete de políticas concretas. No existe un verdadero pacto por el Estado, no hay contrato de legalidad y sin estos convenios, nada puede asentarse con firmeza en el país. La fragilidad del Estado mexicano es antigua pero, desde hace un lustro, adquiere implicaciones dramáticas. Lo más grave es que ni las alarmas más estridentes hacen reaccionar a la clase política. Aún lastimada directamente, sigue gobernada por la inercia. El crimen organizado ha ensangrentado ya la política electoral. No se puede seguir diciendo -como si fuera consuelo- que la sangre es de ellos, de los delincuentes. La sangre sale de todos. Que brote del cuerpo de quienes gobiernan o aspiran a gobernar agrega gravedad colectiva a la muerte porque es intimidación al resto: tentativa de un secuestro nacional.
Ante la emergencia, el Presidente pronunció palabras que merecen adhesión. Suscribo y por eso transcribo lo dicho por Felipe Calderón: "Este problema exige que actuemos con visión de Estado, sumando todas las voluntades para generar, precisamente, un ambiente de colaboración; un clima en el que, sin menoscabo de los diferentes puntos de vista que tenemos, encontremos los consensos necesarios en lo esencial y que prevalezca, finalmente, el interés nacional. Frente al desafío que hoy nos plantea la delincuencia organizada, no hay margen para pretender dividendos políticos. Éste es un reto donde sólo cabe la unidad y la corresponsabilidad de los mexicanos. Éste es un desafío que mi Gobierno no ha evadido y, por el contrario, lo ha enfrentado con toda determinación, pero que requiere el apoyo de los ciudadanos y la colaboración franca y sin titubeos de las fuerzas políticas y sociales del país".
Pero la unidad no se asoma por ningún sitio. Lejos de mostrar en símbolos y decisiones cohesión frente al crimen, los actores políticos siguen sirviendo a sus rencores. La dirigente del PRI pronunció un discurso engreído y mezquino que pasa lista a sus resentimientos. Andrés Manuel López Obrador, por su parte, se mostró dispuesto a dialogar finalmente con el gobierno de Felipe Calderón, con la única condición de que el gobierno adopte la política económica de Andrés Manuel López Obrador. El sepelio del candidato ultimado debió haber sido ceremonia de Estado: fue un acto de campaña.
El convocante a la unidad de Estado no parece ser, a estas alturas de su gobierno, promotor eficaz de la causa. La gestión de Felipe Calderón ha estado atrapada precisamente por la contradicción entre las intenciones y los instintos. Calderón ha buscado proyectar, desde el primer minuto de su gobierno, imagen de estadista pero no tiene esa estatura. Felipe Calderón no dejará de ser, ante todo, un hombre de partido. Restituyó seriedad a la institución presidencial y se ha envuelto casi obsesivamente de los emblemas marciales, retóricos y textiles del Estado. Pero sus impulsos lo han llevado a boicotear sus propósitos. Su equipo delata una estrechez francamente facciosa. Obstaculizar el retorno del PRI desplaza en su agenda cualquier otra prioridad. Las reformas que defiende en el discurso son repelidas por sus obsesiones electorales. La legitimación de su estrategia contra el crimen insiste en la altanería de proclamarse el Adán de la legalidad. Suscribo lo dicho por el presidente Calderón: el desafío de la violencia exige visión de Estado. Porque las firmo, creo que esas palabras demandan acciones. Si Felipe Calderón quiere ser leal a su convocatoria, debe matar al hombre de partido. Sólo de ese suicidio puede nacer el estadista.


*****

Estado en crisis y la necesidad del diálogo
Jorge Javier Romero
El Universal

El Estado mexicano está en crisis. La seguridad es el tópico de hoy, el lugar común reiterado que ha sacudido la conciencia de lo destartalada que se encuentra la organización estatal de la sociedad mexicana. Porque el Estado es eso: una organización social; su historia arranca de la existencia de bandidos errantes depredadores de las primeras comunidades agrícolas. Cuando uno de esos bandidos en lugar de arrasar con todo, decide establecer a su banda en una comunidad conquistada y ofrece sus servicios de protección contra las bandas enemigas a cambio de una parte de lo producido. El Estado es, en sus orígenes, un bandido que se estaciona y comienza a brindar servicios; y el primero, que justifica su existencia, es que brinda la seguridad de que ningún otro bandido va a atacar a la población.
De ahí que la seguridad sea la medida más evidente de la eficiencia del Estado; por eso hoy se hace evidente su incapacidad para controlar el territorio y garantizar su monopolio de la violencia. Pero los Estados contemporáneos son más que simples monopolios de la violencia. Son las organizaciones encargadas de garantizar la certidumbre en las relaciones sociales, las que obligan al cumplimiento de reglas que se suponen aceptadas por la sociedad. El funcionamiento de la economía requiere de la certeza de que los contratos serán respetados y los litigios se resolverán en los tribunales. La circulación del tráfico requiere de los servicios del Estado, lo mismo que el transporte público, la infraestructura urbana, la educación, la salud o las pensiones, ya sea como gestor directo o como regulador de su funcionamiento. El aprovechamiento adecuado del medio ambiente, la recolección de basura, la conservación, la provisión de bienes públicos, sería imposible sin Estado.
Y en efecto, el Estado mexicano hace todas esas funciones. Pero todas las hace de manera mediocre, cuando no francamente mala. Podemos tomar uno a uno los ámbitos de acción estatal a los que de manera desordenada me refiero antes y en cada uno de ellos hay algo en común que funciona mal: las reglas. El mal mayor del Estado mexicano es que se constituyó como una agencia vendedora de privilegios y de negociación de la desobediencia de sus propias reglas. De ahí que por todos lados el control estatal de la violencia y la depredación se base en acuerdos informales y tolerancia disimulada de la violación de las reglas formales. En México las leyes han ido por un lado y la realidad por otro.

Por eso lo que está en crisis en México es el arreglo institucional mismo, los supuestos en los que se basa la legitimidad del control estatal. El principal servicio que debe dar un Estado, que se deriva directamente de su ventaja en la violencia, es el de poner las reglas del juego de los grupos sociales, eso que llamamos instituciones. Las reglas del juego son las que generan los incentivos que determinan la manera en la que los humanos nos relacionamos y distribuimos el bienestar. El Estado es el regulador principal de la convivencia y el intercambio y en México siempre ha sido débil en esa función, pues el cumplimiento de la ley siempre está en negociación y su aplicación depende de capacidad y los recursos de cada individuo o grupo.
La crisis de México es de reglas. Hoy el Estado no puede garantizar la seguridad de las personas, pero tampoco la educación de calidad o las certidumbres suficientes para un desempeño económico eficaz con distribución de los beneficios pues la debilidad histórica del Estado mexicano ha sido su pertinaz incapacidad de cobrar impuestos. El bandido estacionario mexicano se reprodujo como un arreglo mafioso o, si se prefiere, patrimonial, donde el control territorial iba acompañado de poco sueldo pero mucha capacidad de interpretación particular de las reglas que se debían ejecutar y con enorme tolerancia para el cobro privado de los servicios de interpretación ofrecidos; lo que se dice corrupción.
Los narcotraficantes eran unos más entre la multitud de actores sociales que cotidianamente en México negocian la tolerancia de su incumplimiento de la ley; sólo pagaban mejor y se cobraban más caro las faltas a los acuerdos. Pero Calderón decidió hacerles la guerra en nombre de la ley y el orden y los convirtió en competidores. El objetivo pudo ser loable, pero erró la estrategia. Si se iba a empezar por ahí a aplicar la ley, se debió comenzar por la depuración y reforma de todo el sistema judicial y, sobre todo, del ministerio público. Se debió comenzar por rediseñar los mecanismos del Estado para hacer cumplir la ley y hacer las cosas conforme a derecho, incluso con sus reformas ad hoc a las garantías constitucionales. Comenzó por sacar los soldados a la calle y descarnó su pretensión de monopolio, pero resultó que los malos decidieron retarlo a campo abierto. En el camino, parece que está arrollando, como daño colateral, a la posibilidad de construcción de un nuevo marco institucional más equitativo y con mayor consenso a través de la democracia.
El Presidente ha llamado al diálogo. Sería bueno que, ahora sí, se dieran todos cuenta de que es lo que se debe discutir, más allá de la salida acordada a la crisis inmediata. Ahora sí se hace necesaria la reforma del Estado, porque sin Estado nadie puede gobernar, y para ello es indispensable comenzar a discutir una nueva constitución, consensual y democrática, que dote de nueva legitimidad al poder del Estado, porque si no, van a ganar los malos.

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