Discurso pronunciado al recibir el premio Irving Kristol,
que otorga anualmente el Instituto American Enterprise a las
personalidades que contribuyen a defender la democracia en el mundo.
Mario Vargas Llosa
Estoy especialmente reconocido a quienes me han otorgado este premio
porque, según sus considerandos, se me confiere no sólo por mi obra
literaria sino también por mis ideas y tomas de posición política. Eso
es, créanme ustedes, toda una novedad. En el mundo en el que yo me
muevo más, América Latina y España, lo usual es que, cuando alguien o
alguna institución elogia mis novelas o mis ensayos literarios, se
apresure inmediatamente a añadir "pese a que discrepe de", "aunque no
siempre coincida con", o "esto no significa que acepte las cosas que
él (yo) critica o defiende en el ámbito político". Acostumbrado a esta
partenogénesis de mí, me siento, ahora, feliz, reintegrado a la
totalidad de mi persona, gracias al Premio Irving Kristol que, en vez
de practicar conmigo aquella esquizofrenia, me identifica como un solo
ser, el hombre que escribe y el que piensa y en el que, me gustaría
creer, ambas cosas son una sola e irrompible realidad.
Pero, ahora, para ser honesto con ustedes y responder de algún
modo a la generosidad de la American Enterprise Institute y al Premio
Irving Kristol, siento la obligación de explicar mi posición política
con cierto detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que
soy —sería más prudente decir "creo que soy"— un liberal. La primera
complicación surge con esta palabra. Como ustedes saben muy bien,
"liberal" quiere decir cosas diferentes y antagónicas, según quién la
dice y dónde se dice. Por ejemplo, mi añorada abuelita Carmen decía
que un señor era un liberal cuando se trataba de un caballero de
costumbres disolutas que, además de no ir a misa, hablaba mal de los
curas. Para ella, la encarnación prototípica del "liberal" era un
legendario antepasado mío que, un buen día, en mi ciudad natal,
Arequipa, dijo a su mujer que iba a comprar un periódico a la Plaza de
Armas y no regresó más a su casa. La familia sólo volvió a saber de él
treinta años más tarde, cuando el caballero prófugo murió en París.
"¿Y a qué se fugó a París ese tío liberal, abuelita?" "A qué iba a
ser, hijito. ¡A corromperse!" No sería extraño que aquella historia
fuera el origen remoto de mi liberalismo y mi pasión por la cultura
francesa.
Aquí, en Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la
palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica a veces
con socialista y radical. En América Latina y en España, donde la
palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a los rebeldes que
luchaban contra las tropas de ocupación napeolónicas, en cambio, a mí
me dicen liberal —o, lo que es más grave, neoliberal— para exorcizarme
o descalificarme, porque la perversión política de nuestra semántica
ha mutado el significado originario del vocablo —amante de la
libertad, persona que se alza contra la opresión— reemplazándolo por
la de conservador y reaccionario, es decir, algo que en boca de un
progresista quiere decir cómplice de toda la explotación y las
injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.
Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los
propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que entendemos por
aquello que decimos y queremos ser. Todos quienes han tenido ocasión
de asistir a una conferencia o congreso de liberales saben que estas
reuniones suelen ser muy divertidas, porque en ellas las discrepancias
prevalecen sobre las coincidencias y porque, como ocurría con los
trotskistas cuando todavía existían, cada liberal es, en sí mismo,
potencialmente, una herejía y una secta.
Como el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión
laica y dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se
pliega a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a
plegarse a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y
discrepancias profundas. Respecto a la religión, por ejemplo, o a los
matrimonios gay, o al aborto, y así, los liberales que, como yo, somos
agnósticos, partidarios de separar a la iglesia del Estado, y
defendemos la descriminalización del aborto y el matrimonio
homosexual, somos a veces criticados con dureza por otros liberales,
que piensan en estos asuntos lo contrario que nosotros.
Estas discrepancias son sanas y provechosas, porque no violentan los
presupuestos básicos del liberalismo, que son la democracia política,
la economía de mercado y la defensa del individuo frente al Estado.
Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el
ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre
es la panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la
marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos
logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la
libertad que los propios marxistas, los primeros propagadores de esa
absurda tesis según la cual la economía es el motor de la historia de
las naciones y el fundamento de la civilización. No es verdad. Lo que
diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura,
antes que la economía y ésta, por sí sola, sin el sustento de aquélla,
puede producir sobre el papel óptimos resultados, pero no da sentido a
la vida de las gentes, ni les ofrece razones para resistir la
adversidad y sentirse solidarios y compasivos, ni las hace vivir en un
entorno impregnado de humanidad. Es la cultura, un cuerpo de ideas,
creencias y costumbres compartidas —entre las que, desde luego, puede
incluirse la religión— la que da calor y vivifica la democracia y la
que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y
su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el
fracaso, no degenere en una darwiniana batalla en la que —la frase es
de Isaiah Berlin— "los lobos se coman a todos los corderos". El
mercado libre es el mejor mecanismo que existe para producir riqueza
y, bien complementado con otras instituciones y usos de la cultura
democrática, dispara el progreso material de una nación a los
vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es, también, un mecanismo
implacable, que sin esa dimensión espiritual e intelectual que
representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta
lucha en la que sólo sobrevivirían los más fuertes.
Pues bien, el liberal que yo trato de ser, cree que la libertad
es el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha
podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las
estrellas y la revolución informática, desde las formas de asociación
colectivista y despótica, hasta la democracia representativa. Los
fundamentos de la libertad son la propiedad privada y el Estado de
Derecho, el sistema que garantiza las menores formas de injusticia,
que produce mayor progreso material y cultural, que más ataja la
violencia y el que respeta más los derechos humanos. Para esa
concepción del liberalismo, la libertad es una sola y la libertad
política y la libertad económica son inseparables, como el anverso y
el reverso de una medalla. Por no haberlo entendido así, han fracasado
tantas veces los intentos democráticos en América Latina. Porque las
democracias que comenzaban a alborear luego de las dictaduras,
respetaban la libertad política pero rechazaban la libertad económica,
lo que, inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y
corrupción, o porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos
de que sólo un régimen de mano dura y represora podía garantizar el
funcionamiento del mercado libre. Ésta es una peligrosa falacia. Nunca
ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas
"desarrollistas" fracasaron, porque no hay economía libre que funcione
sin un sistema judicial independiente y eficiente, ni reformas que
tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que
sólo la democracia permite. Quienes creían que el general Pinochet era
la excepción a la regla, porque su régimen obtuvo algunos éxitos
económicos, descubren ahora, con las revelaciones sobre sus asesinados
y torturados, cuentas secretas y sus millones de dólares en el
extranjero, que el dictador chileno era, igual que todos sus
congéneres latinoamericanos, un asesino y un ladrón.
Democracia política y mercados libres son dos fundamentos
capitales de una postura liberal. Pero, formuladas así, estas dos
expresiones tienen algo de abstracto y algebraico, que las deshumaniza
y aleja de la experiencia de las gentes comunes y corrientes. El
liberalismo es más, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y
respeto a los demás, y, principalmente, a quien piensa distinto de
nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un
incrédulo. Aceptar esa coexistencia con el que es distinto ha sido el
paso más extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la
civilización, una actitud o disposición que precedió a la democracia y
la hizo posible, y contribuyó más que ningún descubrimiento científico
o sistema filosófico a atenuar la violencia y el instinto de dominio y
de muerte en las relaciones humanas. Y lo que despertó esa
desconfianza natural hacia el poder, hacia todos los poderes, que es
en los liberales algo así como nuestra segunda naturaleza.
No se puede prescindir del poder, claro está, salvo en las
hermosas utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y
contrapesarlo para que no se exceda, usurpe funciones que no le
competen y arrolle al individuo, ese personaje al que los liberales
consideramos la piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben
ser respetados y garantizados porque, si ellos se ven vulnerados,
inevitablemente se desencadena una serie multiplicada y creciente de
abusos que, como las ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de
la justicia social.
La defensa del individuo es conse cuencia natural de considerar a
la libertad el valor individual y social por excelencia. Pues la
libertad se mide en el seno de una sociedad por el margen de autonomía
de que dispone el ciudadano para organizar su vida y realizar sus
expectativas sin interferencias injustas, es decir, por aquella
"libertad negativa" como la llamó Isaiah Berlin en un célebre ensayo.
El colectivismo, inevitable en los primeros tiempos de la historia,
cuando el individuo era sólo una parte de la tribu, que dependía del
todo social para sobrevivir, fue declinando a medida que el progreso
material e intelectual permitían al hombre dominar la naturaleza,
vencer el miedo al trueno, a la fiera, a lo desconocido, y al otro, al
que tenía otro color de piel, otra lengua y otras costumbres. Pero el
colectivismo ha sobrevivido a lo largo de la historia, en esas
doctrinas e ideologías que pretenden convertir la pertenencia de un
individuo a una determinada colectividad en el valor supremo, la raza,
por ejemplo, la clase social, la religión, o la nación. Todas esas
doctrinas colectivistas —el nazismo, el fascismo, los integrismos
religiosos, el comunismo—, son por eso los enemigos naturales de la
libertad, y los más enconados adversarios de los liberales. En cada
época, esa tara atávica, el colectivismo, asoma su horrible cara y
amenaza con destruir la civilización y retrocedernos a la barbarie.
Ayer se llamó fascismo y comunismo, hoy se llama nacionalismo y
fundamentalismo religioso.
Un gran pensador liberal, Ludwig von Mises, fue siempre opuesto a
la existencia de partidos liberales, porque, a su juicio, estas
formaciones políticas, al pretender monopolizar el liberalismo, lo
desnaturalizaban, encasillándolo en los moldes estrechos de las luchas
partidarias por llegar al poder. Según él, la filosofía liberal debe
ser, más bien, una cultura general, compartida por todas las
corrientes y movimientos políticos que coexisten en una sociedad
abierta y sostienen la democracia, un pensamiento que irrigue por
igual a socialcristianos, radicales, socialdemócratas, conservadores y
socialistas democráticos. Hay mucho de verdad en esta teoría. Y así,
en nuestro tiempo hemos visto el caso de gobiernos conservadores, como
los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar, que
impulsaron reformas profundamente liberales, en tanto que, en nuestros
días, corresponde más bien a dirigentes nominalmente socialistas, como
Tony Blair en el Reino Unido y Ricardo Lagos, en Chile, llevar a cabo
unas políticas económicas y sociales que sólo se pueden calificar de
liberales.
Aunque la palabra "liberal" sigue siendo todavía una mala palabra
de la que todo latinoamericano políticamente correcto tiene la
obligación de abominar, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte,
ideas y actitudes básicamente liberales han comenzado también a
contaminar tanto a la derecha como a la izquierda en el continente de
las ilusiones perdidas. No otra es la razón de que, en estos últimos
años, pese a las crisis económicas, a la corrupción, al fracaso de
tantos gobiernos para satisfacer las expectativas puestas en ellos,
las democracias que tenemos en América Latina no se hayan desplomado
ni sido reemplazadas por dictaduras militares. Desde luego, todavía
está allí, en Cuba, ese fósil autoritario, Fidel Castro, quien ha
conseguido ya, en los 46 años que lleva esclavizando a su país, ser el
dictador más longevo de la historia de América Latina. Y la desdichada
Venezuela padece ahora a un impresentable aspirante a ser un Fidel
castro con minúsculas, el comandante Hugo Chávez. Pero ésas son dos
excepciones en un continente en el que, vale la pena subrayarlo, nunca
en el pasado hubo tantos gobiernos civiles, nacidos de elecciones más
o menos libres, como ahora. Y hay casos interesantes y alentadores,
como el de Lula, en el Brasil, quien, antes de ser elegido Presidente,
predicaba una doctrina populista, el nacionalismo económico y la
hostilidad tradicional de la izquierda hacia el mercado, y es, ahora,
un practicante de la disciplina fiscal, un promotor de las inversiones
extranjeras, de la empresa privada y de la globalización, aunque se
equivoca al oponerse al ALCA, Área de Libre Comercio de las Américas
(Free Trade Area of the Americas). En Argentina, aunque con una
retórica más encendida y llena a veces de bravatas, el Presidente
Kirchner está siguiendo sus pasos, afortunadamente, aunque a veces
parezca hacerlo a regañadientes y dé algún tropezón. Y, asimismo, hay
indicios de que el gobierno que asumirá el poder próximamente en
Uruguay, presidido por el doctor Tabaré Vázquez, se dispone, en
política económica, a seguir el ejemplo de Lula en vez de la vieja
receta estatista y centralista que tantos estragos ha causado en
nuestro continente. Incluso, esa izquierda no ha querido dar marcha
atrás en la privatización de las pensiones —que han llevado a cabo
hasta el momento once países latinoamericanos—, en tanto que la
izquierda de Estados Unidos, más atrasada, se opone a privatizar aquí
el Social Security. Son síntomas positivos de una cierta modernización
de una izquierda que, sin reconocerlo, va admitiendo que el camino del
progreso económico y de la justicia social, pasa por la democracia y
por el mercado, como hemos sostenido los liberales siempre, predicando
en el vacío durante tanto tiempo. Si en los hechos, la izquierda
latinoamericana comienza a hacer en la práctica una política liberal,
aunque la disfrace con una retórica que la niega, en buena hora: es un
paso adelante y significa que hay esperanzas de que América Latina
deje por fin, atrás, el lastre del subdesarrollo y de las dictaduras.
Es un progreso, como lo es la aparición de una derecha civilizada que
ya no piense que la solución de los problemas está en tocar las
puertas de los cuarteles, sino en aceptar el sufragio, las
instituciones democráticas y hacerlas funcionar.
Otro síntoma positivo, en el panorama tan cargado de sombras de
la América Latina de nuestros días, es el hecho de que el viejo
sentimiento antinorteamericano que alentaba en el continente, ha
disminuido considerablemente. La verdad es que el
antinorteamericanismo es hoy día más fuerte en países como España y
Francia, que en México o en el Perú. De hecho, la guerra en Iraq, por
ejemplo, ha movilizado en Europa a vastos sectores de casi todo el
espectro político, cuyo único denominador común parecía ser, no el
amor por la paz, sino el rencor o el odio hacia los Estados Unidos. En
América Latina, esa movilización ha sido marginal y prácticamente
confinada a los sectores más irreductibles de la ultra izquierda. El
cambio de actitud hacia Estados Unidos obedece a dos razones, una
pragmática y otra principista. Los latinoamericanos que no han perdido
el sentido común entienden que, por razones geográficas, económicas y
políticas, una relación de intercambios comerciales fluida y robusta
con los Estados Unidos es indispensable para nuestro desarrollo. Y,
del otro lado, el hecho de que, a diferencia de lo que ocurría en el
pasado, la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las
dictaduras, mantenga ahora una línea constante de sostén a las
democracias y de rechazo a los intentos autoritarios, ha contribuido
mucho a reducir la desconfianza y hostilidad de los sectores
democráticos de América Latina hacia el poderoso vecino del Norte.
Este acercamiento y colaboración son indispensables, en efecto, para
que América Latina pueda quemar etapas en su lucha contra la pobreza y
el atraso.
El liberal que les habla se ha visto con frecuencia en los
últimos años enfrascado en polémicas, defendiendo una imagen real de
los Estados Unidos que la pasión y los prejuicios políticos deforman a
veces hasta la caricatura. El problema que tenemos quienes intentamos
combatir estos estereotipos es que ningún país produce tantos
materiales artísticos e intelectuales antiestadounidenses como el
propio Estados Unidos —el país natal, no lo olvidemos de Michael
Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky—, al extremo de que a veces uno se
pregunta si el antinorteamericanismo no será uno de esos astutos
productos de exportación, manufacturados por la CIA, de que el
imperialismo se vale para tener ideológicamente manipuladas a las
muchedumbres tercermundistas. Antes, el antiamericanismo era popular
sobre todo en América Latina, pero ahora ocurre más en ciertos países
europeos, sobre todo aquellos que se aferran a un pasado que se fue, y
se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las
naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e
inexpugnables, se van volviendo porosas y desvaneciendo poco a poco.
Desde luego, no todo lo que ocurre en Estados Unidos me gusta, ni
muchos menos. Por ejemplo, lamento que todavía haya muchos estados
donde se aplique esa aberración que es la pena de muerte y un buen
número de cosas más, como que, en la lucha contra las drogas, se
privilegie la represión sobre la persuasión, pese a las lecciones de
la llamada Ley Seca (The Prohibition). Pero, hechas las sumas y las
restas, creo que, entre las democracias del mundo, la de Estados
Unidos es la más abierta y funcional, la que tiene mayor capacidad
autocrítica, y la que, por eso mismo, se renueva y actualiza más
rápido en función de los desafíos y necesidades de la cambiante
circunstancia histórica. Es una democracia en la que yo admiro sobre
todo aquello que el profesor Samuel Huntington teme: esa formidable
mezcolanza de razas, culturas, tradiciones, costumbres, que aquí
consiguen convivir sin entrematarse, gracias a esa igualdad ante la
ley y a la flexibilidad del sistema para dar cabida en su seno a la
diversidad, dentro del denominador común del respeto a la ley y a los
otros.
La presencia, en Estados Unidos, de unos cuarenta millones de
ciudadanos de origen latinoamericano, desde mi punto de vista, no
atenta contra la cohesión social ni la integridad de la nación; más
bien, la refuerza añadiéndole una corriente cultural y vital de gran
empuje, donde la familia es sagrada, que, con su voluntad de
superación, su capacidad de trabajo y deseo de triunfar, esta sociedad
abierta aprovechará exitosamente. Sin renunciar a sus orígenes, esta
comunidad se va integrando con lealtad y con amor a su nueva patria y
va forjando un vínculo creciente entre las dos Américas. Esto es algo
de lo que puedo testimoniar casi en primera persona. Mis padres,
cuando ya habían dejado de ser jóvenes, fueron dos de esos millones de
latinoamericanos que, buscando las oportunidades que no les ofrecía su
país, emigraron a los Estados Unidos. Durante cerca de veinticinco
años vivieron en Los Ángeles, ganándose la vida con sus manos, algo
que no habían tenido que hacer nunca en el Perú. Mi madre trabajó
muchos años como obrera, en una fábrica textil llena de mexicanos y
centroamericanos, entre los que hizo excelentes amigos. Cuando mi
padre falleció, yo creí que ella volvería al Perú, como yo se lo
pedía. Pero, por el contrario, decidió quedarse aquí, viviendo sola e
incluso pidió y obtuvo la nacionalidad estadounidense, algo que mi
padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando ya los achaques de la vejez
la hicieron retornar a su tierra natal, siempre recordó con orgullo y
gratitud a Estados Unidos, su segunda patria. Para ella nunca hubo
incompatibilidad alguna, ni el menor conflicto de lealtades, entre
sentirse peruana y norteamericana.
Quizás este recuerdo sea algo más que una evocación filial.
Quizás podamos ver en este ejemplo un anticipo del futuro. Soñemos,
como hacen los novelistas: un mundo desembarazado de fanáticos,
terroristas, dictadores; un mundo de culturas, razas, credos y
tradiciones diferentes, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la
libertad, en el que las fronteras hayan dejado de serlo y se hayan
vuelto puentes, que los hombres y mujeres puedan cruzar y descruzar en
pos de sus anhelos y sin más obstáculos que su soberana voluntad.
Entonces, casi no será necesario hablar de libertad porque ésta
será el aire que respiremos y porque todos seremos verdaderamente
libres. El ideal de Ludwig von Mises, una cultura planetaria signada
por el respeto a la ley y a los derechos humanos, se habrá hecho
realidad. -
Washington, D.C., 2 de marzo de 2005.
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